La mañana la pasé terminando de preparar las dosis de drogas y evitando pensar en Jake o en la mocosa que unas pocas horas antes había echado de mi casa. Me dí una ducha refrescante, me tomé un café, y salí de mi apartamento dispuesto a conseguir el dinero que me salvaría de pasar una temporada en la UCI de cualquier hospital con mi cara irreconocible.
Salí de mi edificio de tres pisos y me enfrenté a la enormidad de aquel lugar. Frente a mi se extendía el inmenso barrio de Brooklyn, con sus edificios altos de ladrillos rojizos, las alcantarillas mojadas, las calles con las paredes llenas de graffitis con palabras indescifrables...
Aun no eran las doce, y tenia mucho trabajo por delante, así que con las manos metidas en los boslillos del tejano, bajé un par de calles y justo en la esquina lo encontré: un porsh granate oscuro con la ventanilla bajada y la música más alta de lo que mis tímpanos podían soportar, estaba aparcado junto a los cubos de basura: mi primer cliente me esperaba.
Por lo general, acostumbraba a clasificar mis clientes en tres tipos. El primero, y más abundante: niños ricos de papá completamente enganchados a la droga que venían hasta aquí desde Manhattan en sus coches nuevos relucientes. La mayoría eran clientes fijos, ya que la mercancía que traía Cox era de la buena y, aunque me enfermaba la actitud y arrogancia de esos niños ricos, eso sabían apreciarlo. De vez en cuando tambien vendia a los típicos jovenes que tan solo buscavan material con el que pasar una noche frenética en los mejores locales de Brooklyn, o conseguir a la chica de turno que tocaba para echar un polvo y pasar un rato divertido. A estos difícilmente les volvía a ver la cara. Finalmente tenia los tipos como Jake. Eran los más fieles sin duda alguna. Hombres y mujeres que llevan años malviviendo de las drogas, que no tienen pasado, presente ni futuro...personas cuyo único objetivo en la vida es arreglárselas para poder drogarse sin importar nada más...esos eran clientes fieles que te seguirían hasta el mismo infierno si llevabas encima algo para que se colocaran en un rincón.
Andúbe durante todo el día de una lado a otro entregando mercancía, haciendo tratos y buscando clientes a los que satisfacer sus necesidades.
A las once de la noche cerré mi último negocio y me encaminé hacia mi casa hecho polvo y muerto de hambre. Iva distraido, con las manos heladas metidas en los bolsillos. Sin duda alguna estava seguro que aquel diciembre era el más frío que habia pasado aquí en Nueva York. Tuve que pararme a unos diez metros de mi casa, en frente de un callejón, ya que me pareció escuchar algo, apenas un susurro. Me asomé a la oscuridad de esa calle sin salida.
- ¿Hola?...- Entré en el callejón despacio, mientras mis pupilas se dilatavan al máximo para acostumbrarse a esa absoluta oscuridad.
No negaré que estaba muerto de miedo. Ese que se te instala en el subconsciente, fruto de fotogramas de peliculas de terror. Me recriminé a mi mismo por pensar esas gilipolleces y me adentré en esa calle muerto por la curiosidad.
No tuve que andar mucho, apenas a unos cuatro o cinco pasos pude ver un bulto en el suelo recostado en la pared. Apenas se movia, pero podia escuchar la respiración lenta. No tenia ni idea de lo que podia ser eso, por lo que me dispuse a hacercarme un poco más y cuando mis ojos descubrieron lo que era, por un momento me olvidé de respirar. Allí estava ella... No podria describir la oleada de emociones que sentí en ese momento, pero puedo asegurar que ninguna fué buena. Culpabilidad, remordimiento, ira, arrepentimiento...
- ¿Alice?...- Mi voz fué apenas un susurro, que ni si quiera ella escuchó.
Acerqué despacio y instintivamente le aparté el pelo de la cara. Para mi sorpresa, la niña estaba ardiendo. Tenia mucha fiebre, así que, a pesar del frio que tenia, me desabroché mi abrigo y lo puse encima de ella mientras la cogía por los ombros y por debajo de las rodillas, dispuesto a llevarla a algún sitio cerrado lo antes posible. En cuanto notó mi agarre se aferró a mi jersey.
- hmm... pa...pá...-
En el corto camino entre el callejón y mi casa me sentí la peor persona del mundo. La culpa me golpeaba como un mazo, y me costaba pensar con claridad. No me podía creer que yo mismo hubiera echado a patadas de mi casa a aquella cría de apenas doce años.
En cuanto entré en mi apartamento, lo primero que hice fué llevar a Alice directamente a mi habitación. La tumbé en mi cama y le saqué la ropa medio mojada por la humedad de la calle dejándola en ropa interior. Volví a tocarle la cara, esa pequeña cara llena de heridas que esa misma mañana le habia hecho con mis propias manos. Estaba nervioso y confundido, però en ese momento vi con claridad que el sentimiento que que más me invadia era el miedo.
Busqué inutilmente por toda la casa un termometro, pero al ver que no disponia de ninguno, busqué algun tipo de medicamento legal que quitara la fiebre, el qual tampoco encontré.
Desesperado, me senté en el sofá apoyando la cabeza en mis manos agarrandome el pelo. No podia llamar a Steve, seguro que estaria con Sophie, y no podia hacerle venir hasta aquí solo porque no supiera que hacer. Tampoco queria llamar a Mike o a Carl: no los quería cerca de la niña. Solo me quedaba una opción, llamada Sophia.
Sophia era mi vecina de abajo, una joven prostituta que trabajaba por cuenta propia, un par de años mayor que yo. Bastante atractiva físicamente: morena, con el pelo oscuro, largo y ondulado y facciones suaves, delgada y bajita. De hecho, era ella la que me compraba mucha de la mercancía que me llegaba. Era una buena clienta. A cambio de reservarle siempre una porción y de dejársela más barata, ella me pagaba con la mejor distracción que se puede esperar de ella.
M.